Ajustó su corbata con la sonrisa del que se sabe
acariciado por la vida, miró el espejo que levantaba su dedo en forma de
aprobación y se sintió pleno de vitalidad.
Es curioso que el mundo se empeñe en quitar valor
a la alegría, a la complicidad, al amor y a la pasión cuando las velas de
nuestra tarta ya iluminan demasiado.
Parece como si el mundo entendiera que las
caricias o que las sonrisas, están destinadas para desaparecer cuando las canas
se adueñan de tu pelo o, la tersura de tu piel, se pliega bajo la experiencia
de una vida que avanza a toda máquina.
Anudó sus zapatos y se lanzó a una calle que
sonaba a fado, resonando en sus suelas la ilusión del que encara una gran
subida como si fuera una bajada. Un Barrio
Alto que traía a los mismos pies de un Pessoa
expectante, el aroma de una mar calmada pero ilusionado a cada inspiración sin
poder retener la emoción.
¡No merece la pena intentar ir por la vida
conteniendo la respiración cuando el destino te ofrece la oportunidad de ser
viento!.
Giró la Rua
da Boavista siendo capaz, como un lobo que aúlla a la luna, de detectar el
olor a buganvillas del Jardim Dom Luis,
atrapando cada matiz como el que encuentra una caricia en mitad de la noche.
Llenó sus pulmones de rayos de sol con esa luz que sólo tiene una ciudad que se
mece entre colinas, clavando sus raíces en ultramar.
Caminaba entre pequeños comercios, gestos huidizos
que con una mirada cómplice apartan las sedosas cortinillas de damasco,
mientras al fondo apilan historias entre colores Burdeos, morados, amarillo
limón y azules marinos, revistiendo unas paredes que, en muchas ocasiones,
sujetaron la espalda de un amante cuando su pelo se enredó entre unos dedos
entrelazados como la propia Alfama.
Un tictac que avanzaba con la latencia de un
corazón en reposo y que me hacía preguntar ¿cuántas horas de mi vida había
pasado en casas ajenas esperando y escuchando el tictac de un reloj?.
Mujeres de delantales cansados, apoyados
con los brazos y la mirada fija en su interior, para no delatar sus palabras. Ojos
con color a melaza fijos en el polvo de una ciudad dormida en el tiempo pero
emocionada por su futuro.
Un perro negro ladraba a las nubes
mientras husmeaba las aceras en busca de una caricia que se resistía a
aparecer.
Aromas de un té intenso que bullía entre
el agua caliente vertida, en un ritual enlentecido con delicadas tazas de
porcelana que, giraban para dar forma a aquella tarta de jengibre que tantas y
tantas veces acompañó mis pensamientos furtivos.
Aquella persona que me sonrió al llegar
a la Rua Sao Paulo apartó su espeso cabello níveo con los dedos, un poco
temblorosos, manteniendo su expresión impasible. Me invitó a pasar para elegir
entre un mundo de colores una fragancia especial.
-Deseo una flor especial, un aroma que
se deba sentir con los ojos cerrados- dije con una amplia sonrisa del que
apenas puede contener una emoción de ilusión que ilumina tu rostro.
Esa mujer me invitó a pasar a aquella
tienda tan especial. Un piano ajado presidía un complejo laberinto de luces
tenues y fragantes olores que se convertían en volutas como las curvas de un
sombrero de ala ancha que descansa en un perchero olvidado.
Un olor denso, dulce, evocador con
matices de violetas empapadas por la lluvia en la orilla musgosa de un río con
espíritu de mar.
Busqué de dónde procedía aquel aroma y
sólo topé una y otra vez con unos ojos de un color verde claro poco común y
esquivos como el beso primero. Parecía invitarme a encontrar, a buscar con los
ojos cerrados y los sentidos abiertos a las sensaciones, a dejarme llevar por
la brisa antes de ser viento y ser capaz de caminar tan lejos como me
permitiera un abrazo.
Debió oírme tomar aire profundamente
llenando todo mi ser, porque esbozó una media sonrisa.
-
¿Amor o pasión, caballero?- preguntó mirando a mis ojos con
cariño.
-
Curiosa pregunta- le dije. ¿Existe alguna diferencia?.
Aquella mujer bajó un segundo la mirada
y se giró hacia unas pequeñas cajas que se encontraban encima de un cansado
banco.
-
Ésta caja señor –dijo la mujer- lleva dentro unos tréboles rojos
de la Sierra de São Mamede que contienen la fragancia de la pasión que es capaz
de hacer arder las miradas y los labios. Las pasiones mí querido caballero son
como el fuego que arde consumiendo todo a su paso sin pararse a preguntar nada
salvo su propia existencia. Ésta otra caja que aquí tengo, representa el amor.
Con sumo cuidado la mujer de la tienda
de flores comenzó a soltar una vieja cuerda de cáñamo anudada con esmero hasta
dejar al descubierto unas secas ramas.
-
¿Puede ver usted éstas ramas? – preguntó de forma directa
aquella mujer-, éstas ramas son flores de Lavanda que hace ya muchos años un
amor, un hombre que partió en su barco para nunca volver, me dejó encima de
aquel piano. ¿Sabe qué?, las otras flores tienen un efecto magnético, son
bellas y nadie podría resistirse a ellas, son pasiones desatadas pero a los
pocos días mueren pues para captar su esencia deben ser cortadas. Las flores de
Lavanda son el amor, son plantas cortadas pero cuando se secan siguen
proporcionando un aroma que nos hace recordar por qué amamos, lo que sentimos
el primer día que cruzamos las miradas y llenan nuestro corazón con su sola
fragancia.
-
Preciosas flores –musité- sin duda me parece muy acertada su
sugerencia.
Aquella mujer montó con delicadeza una
caja doblando cada parte dotándola de resistencia. Sacó de un cajón una
desdoblada pieza de seda reluciente con un ribete de diminutas formas bordadas
en hilo de oro que por el efecto del tornasol de Lisboa, se veía de color
topacio cuando se doblaba en el interior en una posición determinada y, verde
musgo, cuando se ladeaba.
Una a una fue colocando las ramas de
Lavanda junto con otras hojas cortadas con mimo entre las luces lánguidas de la
trastienda, pero me abrumó un aroma dulce y acre de nuez moscada. Extendió
sobre las flores pequeñas clavo machacado que me hizo sentir un leve cosquilleo
en la nariz mientras cortaba una tira de color nácar para cerrar la caja.
Hice ademán de pagar aquellas flores
pero un gesto suave y tierno me lo impidió.
-
No, no lo haga –dijo en voz baja aquella mujer- deje que sea
el destino el que lo haga y si tuve razón, guarde esas flores de Lavanda para
no olvidar su aroma.
-
Gracias por todo –dije mirando hacia el suelo-, no lo
olvidaré.
Salí de aquella tienda pequeña en dirección al Mirador de Santa Catarina. Avanzaba
lento, casi saboreando cada paso mientras llevaba debajo del brazo aquella
caja. La cabeza aturdida ahora captaba cada olor, cada aroma, cada brizna de
aire y sabía donde me encontraba. El Jardín
do Alto de Santa Catarina provocó que tuviera que soltarme el cuello de la
camisa, incluso, el primer botón de esa americana beige claro de atrevido forro
que tanto me gustaba. Inspiré fuerte, sin prisa, dejando que entrase el aire en
mis pulmones….. olores a rosas rojas, tan cargadas de color que parecían casi
negras. ¡Lavanda! y sin duda madreselva.
Giré la calle entrando en la zona más soleada sintiendo como
el que abre una puerta dejando entrar el calor. Como el que irrumpe en
pensamientos en un umbrío vestíbulo agitado y con la misma sutileza que la
bocanada de calor del horno de una forja.
¡Allí estaba ella!. Su cabello contra el sol de Lisboa
tamizado por un tul de ultramar, espeso y dorado como un campo de trigo maduro
al amanecer.
Me abrazó como si fuera a besarme, pero de pronto miró a la
caja y sonrió.
-
¡Huele a Lavanda!- dijo mientras sonreía.
Sentí ascender por mi espalda el estremecimiento del que
comprende en un suspiro que aquella mujer del piano ajado, puso entre sus
flores mucho más que unas pequeñas flores.
Aquella mujer que sonreía veladamente entre las luces de una tímida lámpara
marcó el ritmo de un sueño cuando más lo sentía perdido.
¡A veces los sueños, se vuelven realidad!.
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